Ir de Río de Janeiro/Galeao a Santiago de Chile en la clase ejecutiva de los aviones de fuselaje estrecho…

Ilustración generada con IA.
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Ir de Río de Janeiro/Galeao a Santiago de Chile en la clase ejecutiva de los aviones de fuselaje estrecho de Latam es no tener “fast track” de seguridad, ni sala VIP, pese a ser la principal aerolínea de red de Brasil, aunque por otro de mis privilegios accedí a las de relativos bajos costes de Gol, que estaba muy tranquila de gente y es amplia, aunque su “catering” no es para tirar cohetes. El vuelo, de cuatro horas y media, con tripulación brasileña que no se defendía muy bien en castellano, fue con un almuerzo en el que no había selección de platos y una especie de repelente pastel de carne, no apto para todos los paladares, según mi poco viajada opinión.

De la capital chilena tenía que desplazarme a la paraguaya, que está muy mal comunicada, para un almuerzo y la opción válida era volar con Aerolíneas Argentinas, de la que el presidente Javier Milei está fallando a su compromiso de venderla o cerrarla, con lo cual sigue desparramando su pésima calidad y trato al cliente por cielo y tierra, con tránsito de dos horas y media en el Aeroparque “Jorge Newbery” de Buenos Aires, llegando a Asunción hacia la una de la madrugada. A esa compañía le encantan los cambios unilaterales sin contar con la opinión del cliente y me envió un correo electrónico unos cuantos días antes comunicándome que mi primer segmento, de Chile a Argentina, se había reprogramado y que salía dos horas antes, con lo cual el panorama era estar en la funcional, pero incómoda, terminal porteña cuatro horas y media.

Como soy un hombre de recursos, pocos y malos, decidí quedar para cenar en un restaurante muy cercano al aeropuerto, rehuyendo la zona de embarques internacionales, donde no cabe una sala VIP. Mi equipaje lo había facturado hasta mi destino final, con lo cual sólo tenía que pasear mi cómodo “trolley” de mano. Entré en la sala VIP de la alianza “Skyteam” en Santiago, pero no utilicé nada de ella, porque estuve todo el rato resolviendo un problema, lo cual no supuso apenas perjuicio, porque es bastante mala. En vuelo me dieron los dos habituales emparedados de jamón y queso que proporcionan en la clase ejecutiva desde hace años y a cualquier hora y disfruté, eso sí, del estupendo butacón de “business” del Boeing 737.

El desembarque fue a través de jardineras y entrando en la terminal me esperaba un agente de “handling” para someterme al control de seguridad de conexiones. Le dije que quería salir a cenar y me respondió que no era posible, porque mi billete era de conexión, explicándome no sé qué tonterías de razones, incluyendo un tema de tasas aeroportuarias, que me pasé por el arco del triunfo. Con su oposición fui a un mostrador de inmigración y manifesté mis intenciones. Tras facilitarle el número de vuelo de conexión, no me impidió salir. Fueron los primeros instantes de mi corta vida de cuatro horas como inmigrante ilegal.

Con todas esas cosas, cuando pasé tras la tienda libre de impuestos, vi que estaban saliendo por la cinta las maletas de mi vuelo y decidí acercarme para controlar si por error aparecía la mía… y así fue. Me dirigí con ella al mostrador de “lost and found” de la nefasta Aerolíneas Argentinas en donde expliqué a un agente la situación. Me dio una explicación técnica de calado: “Y a veces los chicos no miran la etiqueta y se equivocan, pero no se preocupe, que yo me ocupo de su maleta”. Por supuesto que me preocupé, pero fui a cenar. Regresé a la terminal y en inmigración terminó mi vida de ilegal.

Llegué al pequeño y vacío aeropuerto de Asunción, en donde en el control de pasaportes no están acostumbrados a que, cuando preguntan el motivo del viaje, conteste un almuerzo y que me voy al día siguiente. Mi maleta, sorprendentemente, salió, como todas, por la otra cinta de equipajes, que no es la que está anunciada, como siempre, pero ya me lo se. De ahí iba a Lima, sin “fast track” de seguridad, ni que Latam utilicé sala VIP, a la que accedí, como es habitual, por otros medios. Uno se da cuenta de lo pequeña que es Europa, porque en cinco horas y media de vuelo desde Madrid se planta uno en Moscú. El vuelo entre las capitales paraguaya y peruana dura cuatro horas y media y queda mucha América.

En la clase ejecutiva íbamos un matrimonio (en la fila 2) y yo (en la 1). La amable y estética sobrecargo me preguntó si quería cambiar a la fila 2 para ir más cómodo, ya que los reposabrazos se repliegan y me podía tumbar, pero lo rechacé aclarándole que era autista y no me gustaba tener a la vista a la pareja que se aposentaba pasillo por medio. Al cabo de un ratito volvió para disculparse de que no le habían informado en la lista de pasajeros de ese problema que tenía. Le miré a los ojos, me demoré unos segundos y sólo me salió musitar un “muchas gracias”.

Al cabo de un rato dio una voz por megafonía anunciando que era el día del piloto y nombrando a los dos que nos llevaban. Más tarde le pregunté cuándo se celebraba el día del pasajero. Se me quedó mirando a los ojos y al cabo de unos segundos dijo: “pues tiene usted razón”. No me olvidaré nunca de esa buena mujer, pues, tras un agradable y plácido vuelo, desembarcamos en Lima a través de autobuses y cuando estaba esperando en la cinta mi maleta apareció llevando en la mano el ordenador portátil que había olvidado en la bolsa delantera del asiento, saltándose el procedimiento de entregarlo al personal de seguridad. Le propuse matrimonio (y patrimonio, atendiendo a las políticas españolas de género).


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