Voy a relatar la preparación mi primer viaje intercontinental desde que se declaró la pandemia del COVID-19

Voy a relatar la preparación mi primer viaje intercontinental desde que se declaró la pandemia del COVID-19. En marzo tuve que cancelar dos desplazamientos a América, porque se empezaron a cerrar las fronteras, primero a italianos y españoles, cuando éramos la “zona cero” de la expansión del coronavirus fuera de una China cada vez menos Popular, antes de que se tomaran las drásticas medidas de cierre de los dos países europeos (nosotros en segundo lugar). Desde el primer momento dije que me subiría al primer vuelo al Nuevo Continente cuando pudiera visitar dos naciones de las seis que más me interesan sin tener que someterme a una cuarentena. Y así va  a ser y espero estar allí cuando este ejemplar de la revista se imprima. No fue una sorpresa la ridiculez de las tarifas aéreas en este momento crítico de todavía poca demanda: un segmento de ida de unas trece horas y media de vuelo y otro de retorno del orden de once y media en la “Business Plus” de Iberia por la ridícula cantidad de unos 1.200 euros, algo que no he pagado en mi vida por una clase noble en un transoceánico desde que empecé a atravesar el Atlántico. Es cierto que si lo hubiera comprado un par de semanas más tarde ese valor se hubiera duplicado, aunque seguiría siendo bastante barato. Antes de comprarlo analicé los requisitos de entrada en ambas naciones, que sólo tienen como punto de entrada del exterior sus respectivos aeropuertos de la capitales para los todavía pocos enlaces aéreos que hay. En el primero de ellos, pedían una PCR realizada no más tarde de 72 horas antes del embarque, rellenar unos formularios por Internet con un máximo de 24 horas de anticipación y portar un certificado de seguro que cubra los gastos de médicos y de hospitalización por COVID-19, que en el decreto, que no en el resumen que se exhibe al público, especifica que debe de ser por un mínimo de 30.000 dólares. Todo eso además de tener que llevar mascarilla en los aviones, aeropuertos y hoteles. Después de verificar que podía tener una cita para la PCR a través de la firma de asistencia sanitaria con la que Iberia ha alcanzado un acuerdo para sus clientes –por cierto, del orden de un 20 por ciento más barato que si lo hiciera mediante la que yo soy miembro desde hace 35 años-, comprobé que en el segundo también me pedían PCR (cuya cita en el primero de los destinos concreté sin problemas desde Madrid) y rellenar otro formulario con similar anticipación. Todo parecía asumible en estos momentos tan extraños para viajar. Se comenzó a complicar cuando un amigo desde Francia insistió que seguía necesitando cuarentena, pese a la apertura de fronteras después de muchos meses, en el primero de los países a los que me había empecinado viajar, algo que yo discutía. Pero volví a mirar los requerimientos y había un asterisco en que daba un críptico mensaje sobre que para determinados países establecidos por la OMS (Organización Mundial de la Salud) seguían imponiendo a los que procedían de allí ese encierro si llegaban antes del 8 de diciembre. Resultó, investigando, que se trataba de los que tenían transmisión comunitaria, entre los que se encontraba España, con lo que  mi amigo tenía razón. Exactamente 16 días antes del viaje, un sábado, tuve que cambiar mis planes, pues yo aterrizaba inicialmente allí el 6. Lo reconduje todo para llegar el mismo 8 por la mañana. Iberia no puso problemas para el cambio, ni pretendió aplicar penalización alguna y buscó la mejor solución, pues la diferencia de tarifa al principio era alta y la agente consiguió que sólo fuera de unos 90 euros, eso sí, no me dejó pagar por los muchos bonos que acepté por las cancelaciones de vuelos de marzo y abril, por las que nunca pedí el rembolso. Tuve que modificar reservas de hoteles, citas de PCR y, sobre todo, una agenda de alto nivel que estaba casi cerrada. Pero lo hice. Luego descubrí también que el aeropuerto de mi segunda escala exigía que la mascarilla sea de las denominadas quirúrgicas, repudiando las de tela y, peor, que se rechazaba el embarque si no se llevaba una pantalla protectora facial que cubriera también los ojos. Pues tuve que localizarla y comprarla. Para el enlace entre los dos lugares de América busqué que fuera en la “Premium Business” de LATAM, para pagarlo también con el bono que tanto me costó conseguir de esa aerolínea por no haber podido utilizar cinco segmentos en marzo. Lo compré a través de su página “web” sin mayores problemas, pero el problema ocurrió cuando necesité, por lo antes mencionado, retrasarlo unos pocos días. Su “call center” es lo más espantoso que un viajero frecuente se pueda encontrar. Llamé diez veces y sólo conseguí hablar con un operador dos de ellas, la primera de las cuales se cortó a los diez minutos de soportar su maldito contestador automático y la incompetencia del que contestó. En la definitiva, para gestionar el cambio en el mismo vuelo de tres días más tarde y con la misma clase tarifaria tardé 52 minutos en la segunda llamada, entre las idas, venidas, consultas, pago seguro y no sé qué más memeces y, encima, me cobraron 80 euros por la gestión (sin comentarios) y un ligero cambio de tarifa. Varias veces pude escuchar en el repelente contestador que estas cosas las podía hacer a través de su “web”, que entrando en ella claramente específica que para compras en España no se puede materializar. Por su puesto, los 80 euros no los pude pagar con el bono que poseo de mi dinero que tienen retenido. No me importaría que LATAM quebrara y que todos sus ineficientes empleados se dedicaran a otra cosa, porque lo mínimo que puedo decir es que es patético. Javier TAIBO

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