En pleno confinamiento he tenido el inmenso privilegio de viajar cuatro veces.

En pleno confinamiento he tenido el inmenso privilegio de viajar cuatro veces. Y digo privilegio, no porque me apeteciera salir de casa, sino porque la experiencia vivida lo es. Es irrepetible y cuando lea estas líneas ya no será lo mismo y aceleradamente empezará, dentro de lo cabe, a irse normalizando el transporte aéreo. Ya no se verán las terminales sobrecogedoramente vacías, ni los severos controles a los que me sometí, ni habrá el estado excepcional en embarques y a bordo de los poquísimos vuelos que se mantuvieron, estando además sólo del 30 al 50 por ciento de las plazas ocupadas. Felicito a la Guardia Civil y a la Policía Nacional por el excelente trabajo de control de los escasos pasajeros, de forma profesional y educada, aunque dudo que mucha gente tratara de desplazarse sin motivo permitido y los pertinentes justificantes. En total, en dos idas y vueltas, pasé por 16 controles de acceso a terminales, seguridad y movilidad, con sólo alguna incidencia con guardias jurados, que en casos minoritarios deberían recibir un curso de trato al cliente, que lo somos, incluso en esas circunstancias, y de exorcizar de su cuerpo el alma de John Wayne, además de inocularles inteligencia. Debo de dar una falsa imagen de autorresponsable, ya que, frente a lo que vi que ocurría con el resto de los escasos pasajeros, no tuve que enseñar a ninguno de los agentes de los cuerpos de seguridad del Estado justificantes de porqué viajaba. En un caso me preguntó a la llegada cuántos días iba a estar y al informarle que cuatro horas lamentó que permaneciera tan poco tiempo y me deseó que en el próximo que estuviera mucho más. En otros tres –dos de salida y uno de llegada a Madrid- la explicación era que retornaba a mi lugar de residencia; y en el cuarto, en la terminal de destino, quiso saber si ya me quedaba ya allí y dije que regresaba dos días más tarde, sin ningún problema. Sólo me tomaron la temperatura en uno de los lugares de destino y marcó en la frontera de hipotermia (35 grados). Le pregunté al tomador, disfrazado de película de guerra bacteriológica, si su aparatito era fiable y con voz un poco escéptica (la cara no se le veía) musitó: “Espero que sí”. En tres de los saltos llevé perritos, en dos casos de propietario a residencia temporal y en otro portaba uno en cabina y otro bastante grande en bodega, de protectoras diferentes para sus adoptantes, operación que estuve encantado de hacer en momentos en que la movilidad era casi nula y representaba prácticamente su única posibilidad. En el último caso exploté con una no grácil, ni graciosa, agente de seguridad privada, que se debió creer que era el látigo de los pocos pasajeros, la directora del aeropuerto, el general Patton y la antítesis de Chenoa. El perro autorizado en cabina iba en su receptáculo de tamaño permitido; y el de bodega me dijeron que era un podenco… pero parecía cruzado con gran danés, con una jaula de viaje enorme sin ruedas. Me encontré que por tema sanitario no había carritos de equipaje (no entiendo porqué en los supermercados si y allí no, una muestra más de la falta de normalización y contradicciones de nuestras autoridades). Es decir, que el jaulón, el receptáculo y una bolsa con mis enseres los tenía que arrastrar o empujar hasta el mostrador de facturación de la aerolínea, con un coeficiente de rozamiento con el suelo que no lo hacía fácil. Pues bien, la “agenta de seguridada” me pidió a la entrada de la terminal la tarjeta de embarque (no se permite el acceso a acompañantes), algo que no tenía, porque necesitaba realizar el proceso burocrático de los canes; y entonces me reclamó el billete electrónico. Le expuse que si imaginaba que me dedicaba como “hobby” a llevar dos animales al aeropuerto y sus contenedores (unos 55 kg.) porque estaba aburrido y quería hacer ejercicio. La cara de mala cucaracha que puso estoy seguro que no era por lo que yo insinuaba, sino simplemente porque no se enteraba de nada. Como agente de seguridad no la veo, por su sobrepeso, corriendo detrás de un pasajero. No se bajo qué criterios los eligen y entrenan. Es sobrecogedor estar en el interior de las terminales con muy pocas personas más y en espacios auténticamente sólo y más sorprende en el exterior donde no hay gente esperando o acompañando a pasajeros. En mi segunda llegada a Madrid, una de las dos desconocidas (mías y entre sí) damas que acudieron a recoger a sus perros me envió un mensaje pare decir que había contactado con la otra. Cuando salí, acarreando nuevamente la jaula y bolsas (yo era fácilmente identificable), lo entendí: Eran las únicas personas que estaban fuera en la inmensa T4. Al llegar al segundo destino, todos grandes aeropuertos, salí con sensación de soledad. Subí a uno de la docena de taxis aparcados, cuyo conductor, sin decir yo de dónde venía, preguntó si llegamos muchos pasajeros de Madrid. Le contesté que como cuarenta y se lo comunicó a viva voz a sus colegas. Era como el aeropuerto de Santiago de Compostela en los años cincuenta. A bordo viví las pertinentes restricciones de contacto de la tripulación con pasajeros y equipaje, sanitarias y distanciamiento, no siempre respetado en el desembarque. En una de las compañías, que utilicé dos veces, en el embarque invitaban a coger una toallita con gel hidroalcohólico, que recogían (supuestamente utilizada) antes del despegue. Y saliendo del baño de “business” una tripulante me aguardaba para ofrecerme más gel. La verdad es que los embarques y vuelos muy bien dentro de la inmensa anormalidad de todo. Javier TAIBO

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